A través de la mirada de los niños que habitan los burdeles de Calcuta, el arte prueba una vez más su poder catártico y redentor.
Tiene menos de 10 años de edad, su cara está pintada de rojo y el cuerpo lo lleva tatuado con polvo, tierra y aceite. Sus ojos brillan, al igual que su pelo, lleno de cebo. Detrás de él hay una pared carcomida, enmohecida; la humedad traspasa la pantalla. La imagen la tomó Kochi, una niña hindú que en el 2000 tenía 10 años de edad. Su protagonista no tiene nombre, no lo necesita porque es un paria, al igual que nuestra pequeña fotógrafa. Ambos viven en los burdeles de Calcuta, la zona roja donde los turistas buscan noches exóticas con deje a dulce de pistache y El Ramayana; la misma zona donde los hindúes buscan saciar sus deseos con los parias, a quienes luego desprecian y mantienen en el último escalafón de la cadena social. Pero en la India, según el documental de la fotógrafa inglesa Zana Briski Born Into Brothels: Calcutta’s Red Light Kids, hay aún algo más bajo en el escalafón que una prostituta: sus hijos. La madre de Kochi es prostituta, vive en aquellos burdeles con su familia y otras compañeras de trabajó. Su hija intentó varias veces ingresar a la escuela, pero su condición social no se lo permitió puesto que ella, al igual que los otros hijos de estas mujeres tienen un destino inmutable: por las noches, las niñas -ahora convertidas en lo mismo que fueron sus madres- reinarán las calles mientras sus hermanos, ocultos bajo la sombra de los faroles, hacen transacciones e intentan salvaguardar el regreso de sus hermanas a casa.
El tema atrapa la curiosidad: mujeres hermosas capturadas bajo la lente de quien intenta retratar lo que hay detrás del maquillaje nocturno: hambre, ansiedad, miseria y un bosquejo de esperanza para garantizar la supervivencia de la parentela. Zana llegó cautivada por la idea en 1998. Tras seis meses de buscar la forma de ingresar a los burdeles de la zona roja de Calcuta, encontró a un padrote que le dio un cuarto en el mismo lugar donde residen sus mujeres. Allí, la graduada de la Universidad de Cambridge (Reino Unido) y del Internacional Center of Photography, de Nueva York, Estados Unidos, aprendió a comunicarse y a compartir un estilo de vida y trabajo: mientras ellas esperaban a los clientes, Zana era participe de las bromas, los juegos y la pesadilla de no encontrar un amante nocturno. En las mañanas, los hijos de aquellas damas eran quienes se le acercaban. Tomaban su cámara y jugaban con ella. Briski los dejaba sin problema y les permitía capturar lo que quisieran. En el 2000 regresó a Nueva York y consiguió diez sencillas cámaras para los niños. Regresó a la India, escogió a ocho niños y les enseñó edición, iluminación, composición y breves lecciones de fotografía general en cursos de dos semanas. Entre salidas a la ciudad, al zoológico y demás actividades en grupo, optó por tomar una cámara de video y atestiguar todas las acciones. A finales de ese mismo año le escribió a Ross Kauffman, quien también vivía en Nueva York. Él acababa de retirarse luego de diez años de edición de documentales y no confiaba en el proyecto, hasta que vio los testigos de Zana. Kauffman tomó un avión rumbo a la India. Entonces comenzó la odisea.
Sin una idea demasiado clara de qué filmar y con la ayuda financiera del Sundance Institute, Jerome Foundation y el New York State Council Institute, la idea de Zana Auntie -como aprendieron a decirle sus pupilos- se transformó en Nacidos en el Burdel, un documental mitad producto de la imaginación de los niños y mitad un crudo testimonial sobre la desigualdad de la zona. Avijnt (11 años), Gour (13 años), Kochi (10 años), Manik (10 años), Puja (11 años), Shanti (11 años), Suchitra (14 años) y Tapasi (11 años) son los protagonistas de esta cinta, y los parias sin derechos que se transformaron en dos años y ahora albergan la esperanza de salir de los burdeles y tener un futuro. Algunos quieren dedicarse de lleno a la fotografía, otros a las artes en general, y algunos más, sólo aprendieron a hacer oídos sordos ante los comentarios de quienes aún los consideran lo más bajo del estrato social hindú.
“Es una historia sobre los niños y cómo emergen y se transforman a través del arte”, comenta Zana para la BBC, quien asegura que ésta no es una forma de propaganda política y lo demuestra con la creación de Kids with Cameras, asociación no lucrativa que además de seguir apoyando a los ocho niños que adoptó en Calcuta, se ha expandido a Haití, Jerusalén y El Cairo, Egipto. “Es casi imposible filmar en los burdeles, es muy peligroso”, admite Zana, “muchas veces nos amenazaron y éticamente, presentar las historias de los niños al mundo es una responsabilidad”, admite. Incluso había pedido que el documental no se exhibiera en la zona y prefirió ser ella quien se los mostrara directamente a los niños. Kochi, una de sus predilectas y quien ahora se encuentra en un albergue, alejada ya de los burdeles, se soltó a llorar al final de la proyección. “Estaba allí sentada, con dolor de cabeza, a duras penas podía verlo, y cuando todos se fueron, me dijo en un inglés muy fluido, porque ha estado en la escuela desde el principio del proyecto: ‘esa película verdaderamente me lastimó’. Le agradezco por ser tan valiente, y por compartir su vida con otras personas. Ella ha sido capaz de transformar su difícil experiencia y circunstancias en algo conmovedor”, narra Zana.
Sin embargo, ésta no es la primera vez que los niños son los protagonistas de sórdidas historias de desencanto. Las tortugas pueden volar, de Bahman Ghobadi, presentaba la vida de Satellite y sus amigos en Kurdistan días antes de la ocupación estadounidense, y Ciudad de Dios nos daba el punto de vista de Busca Pé sobre la situación de Brasil: ficciones tan reales que son imposibles de olvidar. Niños que intentan ver el mundo con inocencia y la esperanza de rescatarlo de la violencia a través de sus propios dones, sean el arte o la singular forma de robar la señal de televisión para saber en qué momento preciso caerá Saddam Hussein. Y es que hay algo en esas cintas, sean ficciones o no, que cautivan. La realidad de los niños; la violencia dimensionada a un punto de vista cándido, mágico, donde la división de clases no siempre es palpable.
“La otra cosa que constantemente me preguntan los niños es ‘¿qué hubiera pasado sin ti?’, ‘¿qué me habría pasado a mí sin ti?’ Sólo me quedé maravillada, con el corazón roto, agradecida y honrada. Lograr entrar en contacto con almas tan grandes capturadas en el cuerpo de un niño, y ser capaz de ayudar a alguien así”, concluye Zana, quien por el momento codirige Kids with Cameras y ayuda a seguir recaudando fondos a través del documental que la llevó a descubrir el mundo.